En 1910 al conmemorarse el centenario de la independencia de la Argentina, el gobierno tira la casa por la ventana.
La oligarquía se viste con sus mejores galas, inauguraciones fastuosas, e invitados ilustres de la diplomacia, la ciencia y el arte de América, Europa y Asia celebran con champan francés por la prosperidad del país de las vacas. Entre otros: la robusta Infanta Isabel de Borbón, tía del rey Alfonso XIII de España, el poeta nicaragüense Rubén Darío, la bailarina estadunidense Isidora Duncan, y un miembro de la familia real del Imperio de Japón, el exótico Eki Mocki, que confundió en el viaje a Río de Janeiro con Buenos Aires.
Es el auge del modelo agro-exportador sin embargo, impera el Estado de Sitio para que las organizaciones obreras no perturben los faustos festejos con sus reivindicaciones.
Unos meses antes de la fiesta, el Presidente José Figueroa Alcorta (1906-1910), convoca al periodista, escritor y político republicano español Vicente Blazco Ibáñez, para que retrate en un álbum la “Argentina y sus grandezas”. Precisamente ese será el título de la obra que una editorial de Madrid imprimirá para regalar a las delegaciones extranjeras y a las familias terratenientes más distinguidas del campo argentino.
El libro que lleva como ilustración de tapa el Escudo Nacional, tiene como punto de partida la ciudad de Buenos Aires; edificios públicos, palacetes privados, avenidas, parques, monumentos y comercios emblemáticos, como la inauguración de la gran tienda Gath y Chaves son reseñados con textos y fotografías.
Luego de delinear su magnífico puerto, símbolo del progreso y la modernidad, el libro se interna por las provincias y regiones del país destacando su potencial desarrollo económico.
Al bosquejar la Patagonia sur, es decir los territorios nacionales de Santa Cruz y Tierra del fuego, luego de describir la geografía, el clima agreste de su clima y señalar la escaza población de la comarca, se detiene en la mítica Islas de los Estados.
Esa isla, -que al decir del explorador Julius Popper- es un trozo de sierra que parece haberse desprendido de la Cordillera, el último eslabón de los Andes- antes de perderse en el mar.
Nuestro narrador central, el escritor Vicente Blazco Ibáñez nos cuenta que, en el momento de su visita al sur para recabar imágenes y relatos para el encargo del gobierno argentino, se encuentra con la historia del primer y único gobernador que tuvo la Isla de los Estados.
Después de 1896, año que los penados fueron trasladados de la prisión de puerto Cook a la cárcel del fin del mundo en Ushuaia, la isla de los Estados quedó sin habitantes. “Hoy solo tiene uno, que por sufragio universal y sin oposición alguna, goza del título de gobernador”.
Se trata de Felipe Zucarrelli, un italiano nacido en Calabria, de profesión cocinero, cansado de trabajar en los vapores que atravesaban las turbulentas aguas del cabo de Hornos ha decidido instalarse voluntariamente en la isla vecina al polo sur como un “Robinsón de la zona glacial, orgulloso de ser el último habitante de la tierra”.
Este personaje, posee una cabaña de madera en Puerto Cook y allí inverna con unos cuantos perros y algunas gallinas que ha conseguido aclimatar. La marea le proporciona pescado y mariscos para alimentarse y algunos tesoros que recoge, según acota Blazco Ibáñes, “de los despojos de los busques náufragos que arrojan las olas del mar”.
Recordemos que por entonces no existe el canal de Panamá y que la ruta interoceánica pasa por el cabo de Hornos. Sobre las costas de la Patagonia continental, como en la Isla de los Estados hay un cementerio de barcos producto de las tormentas y las endebles cartas de navegación, que ha generado la actividad lucrativa del “raque”, que significa el pago por el rescate de cargamento de naufragios, punto inicial de enriquecimiento de algunos personajes ilustres de la Patagonia, antes del reinado de la oveja.
Continua con su relato el autor de “Argentina y sus grandezas”:
“Junto a su vivienda almacena toda clase de objetos regalados por el mar y este depósito, presta a veces valiosos servicios a los buques loberos y a la propia marina del Estado, pues sus tripulantes encuentran en ese revoltijo objetos que le hacen falta para continuar con la navegación y que es imposible adquirir en las soledades semipolares”.
Felipe Zucarelli se ha transformado en un referente humano luminoso, en realidad el único para los barcos que pasan por ahí. Se establece entre él y las tripulaciones un interesante intercambio comercial basado en el trueque. El isleño aporta aves y huevos de su gallinero, alguna conserva o un par de vinos rescatados de algún naufragio y los marineros deben dejar municiones o algún fusil como contraprestación. Arsenal que exhibe orgulloso ante los visitantes y que utiliza en sus excursiones de caza con sus aliados perros, buscando lobos y elefantes marinos en un escenario natural brutal, abismal y al mismo tiempo fantástico.
“Vamos a ver al gobernador –dicen burlonamente– los marinos de la Armada o los balleneros o loberos. El se muestra muy celoso en el respeto de ciertas reglas. Cuando fondea un buque en el puerto, sale a su encuentro armado con su fusil y rodeado de todos sus perros, fieles súbditos. El buque lo saluda con tres sonidos de sirena y él contesta con tres disparos. Luego de esta ceremonia les ofrece a los extranjeros la hospitalidad de su casa”.

Fotógrafo no identificado
Siempre Felipe es invitado por los capitales a subir a bordo como una forma de retribuir la cortesía recibida en tierra. Sin embargo, dice nuestro narrador que en una oportunidad un capitán un poco desabrido en protocolo, no lo invitó a sentarse cuando visitó el camarote de oficiales. En respuesta el gobernador cuando el capitán lo saludó en su cabaña, escondió todas las sillas para que comprendiera su ofensa.
“La llegada de un buque portador de noticias del mundo es un hecho extraordinario, en la vida de este Robinsón antártico”, escribe Vicente Blazco Ibáñez y agrega que, al alejarse la nave, “el señor gobernador se queda solo, en el último rincón de la tierra hablando con sus perros”, mientras un cielo gris rodea sus dominios.
El relato breve, casi hosco como la naturaleza de la Isla de los Estados, con más fortaleza que un ancla extraviado en el estrecho de Le Maire, traspasa el tiempo de los hombres y despierta la imaginación.
El lector puede sentir el ruido de las olas que golpean sobre las rocas filosas del ermitaño peñón, el graznido de las gaviotas y ver entre las brumas el Faro del Fin del Mundo, que inspiró la novela de Julio Verne.
Osvaldo Mondelo – Relato extraído del libro “Argentina y sus Grandezas”. La editorial Española Americana, Madrid 1910